El Precio del Honor

“Cómo extraño los regaños de Cavazos”, decía en tono jocoso un excavacista a un grupo de amigos con los que cierto día me senté a cafetear.
El autor de esa expresión me pareció masoquista y ha de haber advertido en mí algún gesto de incredulidad, porque en seguida explicó:
“Es que después de reprenderme me decía: pasa a la caja a cobrar. Me encantaban sus regaños; mientras más subidos de tono, más alto el cheque llegaba”.
Yo tenía antecedentes del insano placer que le causaba al exgobernador, vejar y degradar públicamente a sus colaboradores. Lo que ignoraba era que a sus víctimas las consolaba premiando su orgullo mancillado.
No sé si a los periodistas que humilló en aquellas desagradables ruedas de prensa –que más bien eran monólogos- también les etiquetaron el costo de su dignidad profesional.
Los encuentros de Cavazos con los diaristas eran ásperos y precedidos por un ambiente de tensión y…curiosidad: ¿A quién de nosotros irá a regañar hoy?, se preguntaban bromeando los chicos de la pluma.
Por lo general, el chaparrito de la guaripa y cinto piteado terminaba dando cátedra sobre la técnica para entrevistar, pues siempre replicaba que “la pregunta está mal planteada” o que quien la hacía era un torpe o ignorante…
Eso era cuando andaba de buenas. Si andaba en su estado normal –pedante y agresivo-, fulminaba con la mirada al reportero y lo examinaba de arriba a abajo como si fuera un bicho maloliente, o bien, lo ignoraba olímpicamente: ¿Para qué responder a un baboso?, daba a entender con su mutismo despreciativo.
Estas malsanas escenas eran, además, seguidas por la mirada de halcón de su cancerbero de prensa: Adrián Valero, quien estaba prestísimo para apuntar en la lista negra al diarista que hacía pasar un mal rato a su patrón. Tal lista presagiaba calamidades: una llamada al periódico para que despidieran al impertinente y mandaran a otro más pasivo y complaciente…
Si a los representantes del Cuarto Poder les daba Cavazos ese trato, imagínense el que le daba a sus colaboradores…
Así que regresemos al punto de partida:
El excavacista que cobraba por servir de sparring, dice ahora que con Cabeza de Vaca no vive mejor:
“Su estilo no me agrada, porque no me grita ni humilla, así que no devengo “extras” y así, no me salen las cuentas…”
Recuerda que cuando servía de pera loca al Maharishi, sus ingresos le permitían un tren de vida placentero y holgado y que ahora pasa las de Caín para vivir con decoro.
“Sí: recuperé mi dignidad, pero con dignidad no se come…”
A estas alturas de tan insólita confesión, el café me sabía amargo. Le eché más azúcar, porque ya picada mi curiosidad, decidí beber hasta la última gota de la inusitada diarrea oral que expelía sin rubor el excavacista.
Y aún faltaba lo mejor:
“Un día me regañó hasta el hartazgo y yo aguanté el chaparral con la cabeza baja, fingiendo un temor endemoniado. Mentalmente calculaba el monto económico de los epítetos lanzados:
“Insúlteme más, patrón, déjese venir con todo lo que tenga…que así vendrá mi cheque”.
Pero él era telépata, leyó mi mente, así que no mordió el anzuelo y me corrió”.
Me hinqué ante él, levanté las manos hacia el cielo, imploré su perdón y le dije: Con usted, patrón, hasta la ignominia…”
Uno se da sus mañas, continúa. El Talón de Aquiles de Manuel era ese: mientras más pequeño y mísero se mostraba uno ante él, mayor orgasmo sentía su egolatría.
“Yo me servía de su ego, él de mi honor. Negocio redondo. Salvé la chamba y no sólo eso: a partir de esa magistral escena mis quincenas eran acompañaban de una abultada compensación. ¡Cómo no lo voy a extrañar!”.