Nunca confíes en un árabe católico

Mi padre se llamaba Mohammed (mjámed) Jalil Sáade Ratcheb…

Nació en una aldea montañesa llamada Sultán Jacoub, ubicada a un tiro de piedra de Beirouth, capital de Líbano.

Su infancia y adolescencia la pasó en su terruño, auxiliando a su padre en labores agrícolas y pastoreando borregos y cabras.

Apenas asomaba a la juventud cuando el ejército libanés lo reclutó para combatir contra los turcos durante la primera guerra mundial y al término de la contienda, orgulloso retornó a su pueblo mostrando las heridas de guerra: dos enormes cicatrices “porque combatían a bayoneta calada”.

Una vez reintegrado al hogar paterno, reanudó con alegría sus rutinas: trabajar la tierra y cuidar ganado menor, y así continuó hasta que al llegar a la mayoría de edad decidió independizarse: solicitó a su padre que le entregara la porción de herencia que por derecho le correspondía.

Se iría, dijo, a probar suerte a México, desde donde amigos suyos –paisanos inmigrantes- enviaban noticias alentadoras: les estaba yendo muy bien, porque –según contaban en sus cartas- era un país que ofrecía infinidad de oportunidades para hacer fortuna…

Al igual que mi padre, su hermano mayor Ahmed y uno de sus hermanos menores: Hussein, también estaban entusiasmados con esa aventura, así que los tres emprendieron el viaje a lo desconocido…

En barco viajaron haciendo la primera escala en España, de ahí transbordaron a otra nave que los llevó hasta Cuba y finalmente desembarcaron en Veracruz. De aquí marcharon hacia el puerto de Tampico, donde ya radicaban y trabajaban como comerciantes quienes eran amigos suyos en el Líbano.

Una vez contactados, los pusieron al tanto del uso y valor de la moneda, de cómo se llamaban en español las prendas de vestir que venderían y un puñado de vocablos básicos para comunicarse. Y manos a la obra: los tres hermanos se convirtieron en comerciantes ambulantes.

En una lona envolvían camisas, pantalones, calcetines y algunas prendas femeninas. Sobre la espalda, la maleta y en ambas manos, cajas de zapatos unidas con un mecate. Así recorrían las colonias del puerto…

Su estancia en el puerto fue breve. A mi padre y sus hermanos les llegaban noticias de que en otras regiones del país surgían “Dorados”, esto es, sitios donde la bonanza brotaba en todo su esplendor. Y así, cada uno tomó rumbo distinto siguiendo sus propias corazonadas…

Mi padre anduvo de la Ceca a la Meca probando fortuna y estando en Aguascalientes, conoció a una hermosa jovencita de tez chapeada llamada María Guadalupe Luévano, de quien se enamoró al primer vistazo. Él tenía 44 años de edad, ella 19…

A los pocos días se casaron. Nueve meses más tarde llegó el primer retoño, a quien le pusieron el nombre de Ahmed (se pronuncia Ájmed, cuyo significado en español es Amado). Pero a mi hermano mayor no le gustó el nombre, porque se prestaba a vaciladas, así que les exigía a sus hermanos que le dijeran Manuel y así se le quedó…

Mi padre y mi madre eran muy prolíficos, pues a Ahmed se sumaron nuevos inquilinos: Layla, Fatme, Omar, Faruk, Jalil, Sobeida,

Sáade (mujer), Selime, Alia y por último, Faisal. Once chilpayates en total, que pudieron ser más, sólo que mi madre puso en cuarentena a mi padre, le sacó la tarjeta roja: “Ya basta, tenerlos es fácil, mantenerlos no…”

Él era mahometano o musulmán y ella católica. Lo cual preludiaba un inminente conflicto: ¿Cuál de las dos creencias debe inculcarse a los hijos?

Pues bien, acordar

on que a las hijas, mi madre las encauzaría hacia su religión y a los hijos, mi padre les dio libertad de elegir. No les quiso imponer sus creencias…

No obstante, involuntariamente él sí influyó en los varones porque según las leyes islámicas, el robo es un delito grave, tanto que allá en su tierra a los ladrones les cortan las manos, y mi padre nos recalcaba el consejo de que cuando nos llegara la edad de trabajar, jamás deberíamos robar a los patrones…

Con el paso del tiempo

, mi padre cayó en la cuenta de que no todos sus paisanos eran honrados. Veía que los más adinerados eran católicos y los más pobres, mahometanos.

¿Por qué? Ah, pues porque cuando el “marchante” se atrasaba o de plano no pagaba los abonos de la mercancía fiada, el árabe católico no se tentaba el alma para mediante abogados, despojar al infeliz de sus bienes más preciados. Así se convirtieron en latifundistas urbanos…

En cambio el árabe musulmán, acatando fielmente uno de los mandamientos de Mahoma que prohíbe apropiarse de lo ajeno –sin importar si es viable en lo legal-, no se vale de artimañas jurídicas para dejar en la calle a los clientes que no le pagan lo fiado.

“Dios proveerá”, dice resign

ado ante una pérdida material…

Por eso, a lo largo de su vida mi padre siempre se mostró hospitalario con los musulmanes, en tanto que a los paisanos católicos procuraba no franquearles las puertas de su casa. No le inspiraban confianza…

“Nunca confíes en un árabe católico”, aconsejaba mi padre y por ello rehuía hacer negocios con ellos, porque siempre lo tranzaban…

No obstante, mi padre inculcó a sus hijos una añeja tradición de su tierra:

“Cuando saludes a un paisano de avanzada edad, sin importar su religión, llámalo Tío…”

Siempre respeté a mi padre y procuré seguir sus consejos. Sin embargo, nunca seguí su recomendación de llamarle tío a un paisano si este era un bribón…

¿Cómo diantres voy a decirle tío, por ejemplo, a ese inmenso truhan llamado Carlos Slim, si ese Alí Baba, el hombre más rico de México, es el más prominente y grotesco prototipo del árabe católico: tan bandido, ambicioso, desalmado y ladino como el peor de los prestamistas judíos…?